sábado, 1 de septiembre de 2007

LA DISCRIMINACIÓN QUE SUFREN LAS MUJERES




Publicado en el diario La Nación, viernes 31 de agosto de 2007

Opinión

La mujer es aún en el mundo ese oscuro objeto del derecho

A comienzos del siglo XXI todavía está lejos de terminarse la discriminación

Por Pilar Rahola

Si algo se destacó de su personalidad, fue esa inteligencia vivaz, adornada de una socarronería impertinente que no siempre facilitaba la comunicación. François Mitterrand fue un hombre complejo y, como tal, controvertido. De su legado ideológico rescato algunas miradas agudas sobre el futuro, un implacable análisis del alma francesa y su compromiso político con la mujer.

Alguna amiga feminista me ha hecho notar su fogosa y no siempre honesta vida amorosa, pero el material rosa de su biografía no me impide valorar su aporte histórico. De hecho, si tuviéramos que revisar la biografía de grandes nombres de la historia en función de su relación con las mujeres, no salvaríamos ni a Picasso ni a Einstein ni a tantos otros. Mitterrand no fue un misógino enfermizo, como Picasso, ni un clásico macho dominante a la usanza de Einstein, y su figura histórica no reviste tamaña grandeza, pero fue relevante, tuvo luces en sus ideas respecto de la mujer y, amorosamente, habitó en sus sombras.

Ahí está, para exaltación de la poesía trágica, la tortuosa relación con la artista Dalida, que, en su suicidio, le dejó sus últimas palabras de amor: “La vie m’est insupportable. Pardonnez-moi”. De Mitterrand, pues, es la frase que inspira este artículo: “¿Cómo será el hombre del siglo XXI?”, le preguntaron. Y el presidente respondió: “El hombre del siglo XXI será mujer”.

Daba, así, la vuelta al sentido de los chistes de los años 60, tan amantes de ridiculizar la lucha feminista: “Una feminista es una mujer que es todo un hombre”...

Sin embargo, la optimista perspectiva de Mitterrand, ¿es realista? Algunos indicadores así lo muestran, no en vano la mujer ha avanzado en todos los frentes, e incluso puede llegar a presidir el país más influyente del planeta. Aunque, en este sentido, es interesante un artículo de Andrés Oppenheimer en LA NACION, donde no parece claro que Hillary Clinton lo tenga fácil.

Un dato ofrecido por Andrés, para enfriar las ilusiones: Estados Unidos está en el puesto 67 de representación femenina en las cámaras bajas, justo por detrás de Zimbabwe. Sin embargo, una mujer negra es la número dos del gobierno, otra es la presidenta del Senado y Hillary tiene opciones de llegar a la Casa Blanca.

Ese magma de contradicciones es, hoy por hoy, el retrato dual de la situación política de la mujer en un mundo donde algunas de ellas son presidentas y otras sólidas candidatas. Parto, pues, de esta convicción: esa mujer que abandonó, hace más de un siglo, la casa de muñecas de Ibsen para encontrarse a sí misma, que se estrelló con Alexandra Kolontai en las revoluciones tan misóginas como las sociedades que querían cambiar, que profundizó en el “deuxième sexe” de la mano de Simone de Beauvoir, y que hoy quiere aterrizar en la Casa Blanca o en la Rosada, esa mujer ya no va a parar.

Como una mancha de aceite, la mujer ha decidido que su frontera no tiene fronteras y que todos los retos son posibles.

Me permití expresar esta idea al matrimonio Kirchner, a quien saludé en el emotivo acto de AMIA: “Queremos la igualdad. Es decir, el poder”.

“La tercera mujer”, como gusta de nombrarla Gilles Lipovetsky, ha iniciado un proceso imparable.

Ese proceso, que está transformando para siempre nuestro paradigma cultural, es el cambio más importante de la historia reciente de la humanidad; equiparable a la Ilustración, que transgredió nuestra relación social con Dios y con el poder, y a la aparición del concepto democrático de sociedad. Sin duda, la emancipación de la mujer es el aporte más profundo del caótico, contradictorio y aterrador siglo XX.

Sin embargo, las luces cohabitan con tanta impunidad con las sombras, que el balance de la situación de la mujer a inicios del siglo XXI derrocha vergüenza tanto como adolece de derechos. Cierto.

En las sociedades libres, nuestros códigos penales persiguen la discriminación. Pero también es cierto que el paradigma social no ha cambiado al ritmo de las leyes, y que las mujeres de las sociedades democráticas sufren, más que gozan, la pretendida igualdad.

No tenemos mujeres emancipadas, capaces de llegar a los horizontes lejanos que se planteen. Tenemos profesionales agotadas, obligadas a demostrar cada día que son excepcionales, que no son “okupas” del despacho que detentan. Esas mismas profesionales compaginan su competitividad profesional con vidas personales cuya responsabilidad también asumen íntegramente: hijos, trabajo doméstico, familiares ancianos; de la heladera a la plancha, del pediatra a la escuela, las profesionales del siglo XXI han conquistado el derecho legal, pero están lejos de conquistar el derecho cotidiano.

Por supuesto, el paradigma masculino está cambiando y ya son muchos los hombres que asumen su responsabilidad, pero estamos lejos de un estatus justo para las mujeres. Y eso nos agota, hasta el punto de considerar la igualdad como una pesada carga.

Alguien lo dijo sabiamente: las mujeres buscamos a un hombre que aún no existe, y los hombres buscan a mujeres que ya no existen. Por el camino, a pesar de todo, nos encontramos.

No es menor el resto de ítems que configuran el techo de cristal de la mujer actual: discriminación laboral, peores sueldos, mayores dificultades para progresar y, en el rincón más oscuro del problema, la malvada cuestión de la violencia doméstica. Cruel, trágica y opaca.

Es falso considerar que la cuestión de la mujer está resuelta, y, aunque su avance sea imparable, está en manos de nuestras sociedades hacer el camino menos doloroso. La igualdad llegará el día en que la mujer tenga el derecho a ser mediocre; como mínimo, tanto como lo son la mayoría de hombres que progresan en la sociedad.

Dicho todo ello, todo es menor cuando la mujer que situamos en el horizonte habita en sociedades dictatoriales, sometida a leyes medievales y esclavizada con excusas religiosas tiránicas.

Esa es la herida sangrante que grita su silencio en los rincones del mundo, allí donde las leyes de la modernidad estallan en los muros de la barbarie.

Millones de mujeres no tienen derecho a documento propio, no pueden escoger a sus maridos, sufren códigos penales que las esclavizan hasta el delirio, y fácilmente pueden ser condenadas a muerte por delitos de honor.

Lapidación, mutilación genital (135 millones de mujeres mutiladas en el mundo), matrimonios forzosos, analfabetización y un largo recorrido de violentas indignidades, que convierten a millones de ellas en parias del derecho internacional.

Su dolor no interesa a nadie, no forma parte de lo políticamente correcto, no tiene una Organización de las Naciones Unidas que lo ampare ni una conciencia crítica que lo denuncie, y así cohabitamos con mujeres que pueden presidir Estados Unidos en el mismo planeta y tiempo donde otras pueden ser legalmente lapidadas.

¿Cuántas abogadas, médicos, maestras de escuela, poetas, pierde la humanidad en Arabia, en Yemen, en Qatar, en Emiratos, en Sudán, en Somalia, en Malasia, en…? ¿Cuántas mujeres felices? La violencia legal contra la mujer que ejercen decenas de países islámicos es un acto criminal, cuya impunidad sólo nos da la medida de la iniquidad colectiva.

El estómago del planeta ya no soporta la discriminación legal contra negros, gitanos u otra comunidad secularmente discriminada. Pero digiere, sin empacho, las brutales discriminaciones que padecen millones de mujeres en manos de gobernantes islámicos. Es decir, hoy otra vez lo ocurrido en Sudáfrica ayer es impensable. Pero Irán o Sudán o Yemen adornan los cuadros de honor del horror femenino.

En nombre de un dios, ulemas, ayatollahs, imanes, tiranos, niegan los derechos fundamentales a sus madres, hijas, esposas, y ello no implica un levantamiento moral de las conciencias comprometidas.

Esos mismos tipos que usan celulares vía satélite y que construyen rascacielos con lujo estratosférico mantienen a sus mujeres en la peor opresión. Ellos disfrutan del siglo XXI; ellas están condenadas a los grilletes del siglo XIII.

Mientras, ¿dónde está Sting para cantar contra la opresión femenina, como lo hacía contra la opresión negra? ¿Dónde están los intelectuales engagés? ¿Dónde el grito rebelde de las universidades? ¿Dónde la izquierda decente, la que no adora a tiranos? ¿Dónde, todos?

Si este artículo tiene algún valor, que sea el del grito. Un grito por tanto silencio cómplice, por tanta palabra negada, por tanto dolor escondido.

Puede que lleguemos a la Casa Blanca o a cualquier otro color del color del poder. Pero la realidad opresiva de millones de mujeres anula el siglo de la libertad femenina. Auguro un XXI donde el machismo criminal cabalgará libre durante décadas, amparado en el perverso uso de la religión, la impunidad de las tiranías y la indiferencia colectiva.

Por cada Hillary, ¿cuántas mujeres asesinadas “legalmente” por delitos de honor? ¿Por cada Cristina, cuántas lapidadas?

Por Pilar Rahola
Para LA NACION
La autora, escritora y periodista española, fue diputada y vicealcaldesa de Barcelona.




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